EN LOS CIELOS DE DIOS
Y a Raúl le ocurrió lo que nunca imaginó. Fue en una tarde de nubes cuando
abrió su paracaídas, de repente se encontraba a 2 kilómetros de la costa y
ponía en duda que podía llegar a tierra firme...
Nadie puede negar que Raúl siempre ha tenido el sueño de poder volar.
Alguna vez en la vida se imaginó como se vería su hogar desde los cielos,
que sería si pudiese sobrevolar los picos andinos como si fuera un Cóndor que
aprovecha las verticales térmicas para ver las nieves eternas; pensar en cómo
disfrutaría si fuese un Pelícano lanzándose en picada a buscar su alimento en
mar abierto; o si volara como un pequeño colibrí, bebiendo de una cayena dulce
y latiendo corazón a 500 pulsaciones por minuto, o si adornara como un Cardenal
de Rojo fuego con sangre de héroe nacional.
La gravedad definitivamente nos manifiesta que el ser humano nació para
estar a ras del suelo, nuestras características “antropométricas” nos indican
que no fuimos creados por Dios para poder volar, pero la curiosidad por poder
experimentar estas vivencias de los seres plumíferos nos ha llevado a aplicar
nuestra creatividad para acercarnos a las nubes.
Cuando era niño, a Raúl ya el
espíritu del ¨Ave Fénix¨ lo motivaba; le
encantaba construir y volar “papagayos”
multicolores, los fabricaba con sus propias manos, buscaba la “verada” en las
riveras de los ríos para hacerle su estructura, lo forraba con papel de seda multicolor
pegado con un “menjurje” preparado con grumosa harina leudante y agua adornaba
su superficie, flecos en los laterales que le quitaban la mudez y por supuesto
el “pabilo” y su larga cola de tela de las sábanas viejas de mamá, que permitía
su elevación controlada, remontando las nubes y buscando siempre a Dios.
Su sueño de querer volar siempre estaba a la hora del día. Hasta el más
sencillo “cometa”, tenía el riesgo de perderse en la lejanía al romperse su
“pabilo”, por la excesiva tensión generada por una fuerte ráfaga de viento.
Raúl una vez creó un papagayo color turquesa de forma hexagonal, que voló en
forma totalmente vertical gracias a vientos térmicos y acompañó en su vuelo a
los ébanos zamuros de turno que circundaban el cielo azul como un vals en la
inmensidad del cielo.
El niño Raúl creció y su amor por los cielos continuó; y su deseo
incondicional logró.
Ya de adulto sus sueños lo llevaron a donde su corazón fue feliz. El bello
deporte de paracaidismo le hizo entender cómo llegar a los tan anhelados “Cielos
de Dios”.
Y los momentos de este Deporte
extremo llegaron. Un inseparable nuevo amigo paracaídas sujetado con tirantes a
su Motocicleta hizo la de copiloto, lo acompañó siempre en su “dos ruedas” al
aeródromo durante 38 oportunidades, a volar sobre las costas del Oriente, en
pequeñas avionetas, para en grandes alturas poder volar como las aves y así
recibir emociones más amplias y riesgosas, en cielos fríos, de inolvidables
azules y abiertos.
La experiencia desde siempre anhelada vino a su ser. Luego de 4 horas de
instrucción aprendió a lograr su sueño de “volar”. Le indicaron que medidas tomar
en posibles mal funciones de la “Canopia” durante su apertura, para hacer de
este deporte peligroso una actividad de riesgo controlado.
Raúl aprendió a armarlo y empacarlo debidamente en su contenedor,
determinante para la correcta ejecución; la protección en caso de amarizaje
para evitar enredarse con las líneas de suspensión. También aprendió como
proteger las partes blandas del cuerpo en caso de que el aterrizaje fuese sobre
arboles, como abrir el paracaídas de emergencia en caso de mal función del
principal y lo más importante demostrarle a su “Maestro de Salto” que lo
acompañaba en el primer salto, que su mente estaba preparada y no se “bloquearía”
para saltar desde 2.500 pies, al verle directo a sus ojos, sin miedo, parpadeos
y con la máxima templanza.
Durante su preparación para lograr su sueño de volar, además del piloto, su
maestro y paracaidistas experimentados, le acompañó los primeros 6 saltos una
milagrosa “cinta estática”, conectada a la aeronave que le abría su paracaídas,
de forma automática, al estirarse completamente su longitud.
¡Seis saltos duró obtener la confianza! Ya en el séptimo era momento de que
su Maestro le diera la “alternativa cual Torero Manolete en su primera faena”.
Y ahora sí; fue elevado a 3.000 pies de altura y aprendió sin remordimientos la
mayor lección de volar, que es: ¡abre pues estás solo en la vida! La Soledad una vez que saltó de la Aeronave le
dijo: ¡tú y solo tú salvarás tu existencia!
Raúl llego a experimentar el momento del vuelo puro; caída libre, con
paracaídas en su espalda que duró 500 pies a 180 km/h, como “piedra en
barranco” o lo que es lo mismo a 50 mts/seg, para luego abrir. “El altímetro”
implacable le dijo: “ya es tu momento, después puede ser tarde…”
La sensación fue que durante los primeros 20 o 30 metros de caída, no
existe ningún tipo de resistencia al viento, pero al llegar a la velocidad
tope, se aplica la “Tercera Ley de Newton de acción y reacción” y el viento
sopló contra todo su organismo, horizontalizándolo y al abrir los brazos y los
pies como una – X – , su cuerpo pudo
volar en la orientación que se deseó.
Raúl continuó experimentando nuevos saltos. De 3.000 en el próximo vuelo lo
subieron a 7.500 pies de altura y nuevamente en solitario, pudo volar pero por
su inexperiencia, de forma bastante descontrolada, como pajarito que se lanza
por primera vez de su nido, para a los 2.500 abrir su paracaídas que de forma
segura le permitió un vuelo de 5 minutos hasta llegar al aeropuerto, no sin
antes apreciar lo bello que es el mundo desde las alturas.
Le corría a borbotones la adrenalina a y cada fin de semana lograba entre 2
a tres saltos, cada vez más elevados. Lo que le daba mayor conocimiento sobre
el arte de volar.
Y le llegó el momento de hacer - “trabajo relativo”. Raúl practicaba en
tierra, la coreografía de turno, para con 2 o 4 compañeros hacer figuras sincronizadas,
llenas de elegancia, organización y ritmo.
Y la obra “teatral”, se desarrollaba en esta oportunidad a alturas con un
inicio a los 12.000 hasta los 3.000 pies, durante 2 minutos de danza infinita,
que se tenía que terminar de forma abrupta, pues cada quien giraba en el cielo
y en posición de “Flecha”, con los brazos pegados al cuerpo, se separaba del
grupo para abrir en solitario su “canopia” y llegar al aeropuerto de forma
segura.
Fueron muchas las experiencias vividas: sobre el aeropuerto, sobre el
pueblo de Higuerote, sobre el mar, sobre el Rio Tuy. Vuelos bellos, eternos,
fríos, de ojos llorosos, “cachetes de gelatina”, donde cada segundo cuenta y la vida le enseñaba
la importancia del valor del tiempo en segundos.
Percances tuvo varios; Una vez cayó sobre un árbol Cují, espinoso a más no
poder y por ayuda de Dios no tuvo mayores daños. En otra oportunidad durante la
apertura del paracaídas, el mismo rompió varias de sus telas, pero el manejo
era controlable y no tuvo que abrir el paracaídas de emergencia.
Hasta qué a Raúl, en un “sábado cualquiera” en una tarde llena de nubes,
volando a 12.000 pies, el aeropuerto no se divisaba y solo a ratos se observaba
su posición, y luego de muchas vueltas en los cielos en la avioneta, se dio la
instrucción del lanzamiento.
De repente se encontró en un espesor gris de un cúmulo nimbo que le quitó
totalmente la visibilidad, la orientación, la claridad de sus pensamientos, que
dejaron de ser multicolores y desaparecieron
en el acto. El norte era mismo que el sur, que el este y el oeste; solo se
sabía que había un destino tierra en algún momento. Se desconocía la altitud de
la nubosidad.
Pero Raúl sabía que era inevitable llegar, que estaba en un vuelo de bello
gris, bajando como roca por despeñadero, como gota de lluvia fresca, como copo
de nieve geométrico.
Y de repente, la nube quedó en su verticalidad; apareció la vida, lo
conocido, la naturaleza, las playas, Cabo Codera, el pueblo, el mar con sus
olas que le dijeron gracias por estar con nosotros.
Pero apareció lo menos pensado… La costa se encontraba a casi 2 km de
distancia. Apuntó su paracaídas en el acto y su mente fijó el objetivo de
llegar a las arenas de la Playa. Activó el protocolo de emergencia que
consistía en soltar todos los amarres menos uno, para estar casi liberado al
momento de caer al mar; hasta sus zapatos los destaconó para soltarlos al
último momento.
Pero como siempre, Dios estaba con él; hizo su milagro y sopló viento en su
espalda, y la utilizó como “la vela mayor de un galeón español” para hacerlo
llegar felizmente a su destino.
Y así Raúl logró su sueño, “Poder volar” que lo enseñó a navegar los cielos
de Dios…
Escrito por: Juan Raul Alamo
Lima, 18 de julio de 2019. Caracas - Venezuela.
Última revisión: 20 de julio de
2019
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