miércoles, 31 de julio de 2019



EN LOS CIELOS DE DIOS

Y a Raúl le ocurrió lo que nunca imaginó. Fue en una tarde de nubes cuando abrió su paracaídas, de repente se encontraba a 2 kilómetros de la costa y ponía en duda que podía llegar a tierra firme...
Nadie puede negar que Raúl siempre ha tenido el sueño de poder volar.

Alguna vez en la vida se imaginó como se vería su hogar desde los cielos, que sería si pudiese sobrevolar los picos andinos como si fuera un Cóndor que aprovecha las verticales térmicas para ver las nieves eternas; pensar en cómo disfrutaría si fuese un Pelícano lanzándose en picada a buscar su alimento en mar abierto; o si volara como un pequeño colibrí, bebiendo de una cayena dulce y latiendo corazón a 500 pulsaciones por minuto, o si adornara como un Cardenal de Rojo fuego con sangre de héroe nacional.

La gravedad definitivamente nos manifiesta que el ser humano nació para estar a ras del suelo, nuestras características “antropométricas” nos indican que no fuimos creados por Dios para poder volar, pero la curiosidad por poder experimentar estas vivencias de los seres plumíferos nos ha llevado a aplicar nuestra creatividad para acercarnos a las nubes.

Cuando era niño, a  Raúl ya el espíritu del ¨Ave Fénix¨ lo motivaba;  le encantaba construir  y volar “papagayos” multicolores, los fabricaba con sus propias manos, buscaba la “verada” en las riveras de los ríos para hacerle su estructura, lo forraba con papel de seda multicolor pegado con un “menjurje” preparado con grumosa harina leudante y agua adornaba su superficie, flecos en los laterales que le quitaban la mudez y por supuesto el “pabilo” y su larga cola de tela de las sábanas viejas de mamá, que permitía su elevación controlada, remontando las nubes y buscando siempre a Dios.

Su sueño de querer volar siempre estaba a la hora del día. Hasta el más sencillo “cometa”, tenía el riesgo de perderse en la lejanía al romperse su “pabilo”, por la excesiva tensión generada por una fuerte ráfaga de viento.

Raúl una vez creó un papagayo color turquesa de forma hexagonal, que voló en forma totalmente vertical gracias a vientos térmicos y acompañó en su vuelo a los ébanos zamuros de turno que circundaban el cielo azul como un vals en la inmensidad del cielo.

El niño Raúl creció y su amor por los cielos continuó; y su deseo incondicional logró.
Ya de adulto sus sueños lo llevaron a donde su corazón fue feliz. El bello deporte de paracaidismo le hizo entender cómo llegar a los tan anhelados “Cielos de Dios”.

Y los momentos de este Deporte extremo llegaron. Un inseparable nuevo amigo paracaídas sujetado con tirantes a su Motocicleta hizo la de copiloto, lo acompañó siempre en su “dos ruedas” al aeródromo durante 38 oportunidades, a volar sobre las costas del Oriente, en pequeñas avionetas, para en grandes alturas poder volar como las aves y así recibir emociones más amplias y riesgosas, en cielos fríos, de inolvidables azules y abiertos.

La experiencia desde siempre anhelada vino a su ser. Luego de 4 horas de instrucción aprendió a lograr su sueño de “volar”. Le indicaron que medidas tomar en posibles mal funciones de la “Canopia” durante su apertura, para hacer de este deporte peligroso una actividad de riesgo controlado.

Raúl aprendió a armarlo y empacarlo debidamente en su contenedor, determinante para la correcta ejecución; la protección en caso de amarizaje para evitar enredarse con las líneas de suspensión. También aprendió como proteger las partes blandas del cuerpo en caso de que el aterrizaje fuese sobre arboles, como abrir el paracaídas de emergencia en caso de mal función del principal y lo más importante demostrarle a su “Maestro de Salto” que lo acompañaba en el primer salto, que su mente estaba preparada y no se “bloquearía” para saltar desde 2.500 pies, al verle directo a sus ojos, sin miedo, parpadeos y con la máxima templanza.   

Durante su preparación para lograr su sueño de volar, además del piloto, su maestro y paracaidistas experimentados, le acompañó los primeros 6 saltos una milagrosa “cinta estática”, conectada a la aeronave que le abría su paracaídas, de forma automática, al estirarse completamente su longitud.

¡Seis saltos duró obtener la confianza! Ya en el séptimo era momento de que su Maestro le diera la “alternativa cual Torero Manolete en su primera faena”. Y ahora sí; fue elevado a 3.000 pies de altura y aprendió sin remordimientos la mayor lección de volar, que es: ¡abre pues estás solo en la vida!  La Soledad una vez que saltó de la Aeronave le dijo: ¡tú y solo tú salvarás tu existencia!  

Raúl llego a experimentar el momento del vuelo puro; caída libre, con paracaídas en su espalda que duró 500 pies a 180 km/h, como “piedra en barranco” o lo que es lo mismo a 50 mts/seg, para luego abrir. “El altímetro” implacable le dijo: “ya es tu momento, después puede ser tarde…”

La sensación fue que durante los primeros 20 o 30 metros de caída, no existe ningún tipo de resistencia al viento, pero al llegar a la velocidad tope, se aplica la “Tercera Ley de Newton de acción y reacción” y el viento sopló contra todo su organismo, horizontalizándolo y al abrir los brazos y los pies como una – X  – , su cuerpo pudo volar en la orientación que se deseó.

Raúl continuó experimentando nuevos saltos. De 3.000 en el próximo vuelo lo subieron a 7.500 pies de altura y nuevamente en solitario, pudo volar pero por su inexperiencia, de forma bastante descontrolada, como pajarito que se lanza por primera vez de su nido, para a los 2.500 abrir su paracaídas que de forma segura le permitió un vuelo de 5 minutos hasta llegar al aeropuerto, no sin antes apreciar lo bello que es el mundo desde las alturas.

Le corría a borbotones la adrenalina a y cada fin de semana lograba entre 2 a tres saltos, cada vez más elevados. Lo que le daba mayor conocimiento sobre el arte de volar.

Y le llegó el momento de hacer - “trabajo relativo”. Raúl practicaba en tierra, la coreografía de turno, para con 2 o 4 compañeros hacer figuras sincronizadas, llenas de elegancia, organización y ritmo.
Y la obra “teatral”, se desarrollaba en esta oportunidad a alturas con un inicio a los 12.000 hasta los 3.000 pies, durante 2 minutos de danza infinita, que se tenía que terminar de forma abrupta, pues cada quien giraba en el cielo y en posición de “Flecha”, con los brazos pegados al cuerpo, se separaba del grupo para abrir en solitario su “canopia” y llegar al aeropuerto de forma segura.

Fueron muchas las experiencias vividas: sobre el aeropuerto, sobre el pueblo de Higuerote, sobre el mar, sobre el Rio Tuy. Vuelos bellos, eternos, fríos, de ojos llorosos, “cachetes de gelatina”,  donde cada segundo cuenta y la vida le enseñaba la importancia del valor del tiempo en segundos.
Percances tuvo varios; Una vez cayó sobre un árbol Cují, espinoso a más no poder y por ayuda de Dios no tuvo mayores daños. En otra oportunidad durante la apertura del paracaídas, el mismo rompió varias de sus telas, pero el manejo era controlable y no tuvo que abrir el paracaídas de emergencia.

Hasta qué a Raúl, en un “sábado cualquiera” en una tarde llena de nubes, volando a 12.000 pies, el aeropuerto no se divisaba y solo a ratos se observaba su posición, y luego de muchas vueltas en los cielos en la avioneta, se dio la instrucción del lanzamiento.

De repente se encontró en un espesor gris de un cúmulo nimbo que le quitó totalmente la visibilidad, la orientación, la claridad de sus pensamientos, que dejaron de ser multicolores y  desaparecieron en el acto. El norte era mismo que el sur, que el este y el oeste; solo se sabía que había un destino tierra en algún momento. Se desconocía la altitud de la nubosidad.

Pero Raúl sabía que era inevitable llegar, que estaba en un vuelo de bello gris, bajando como roca por despeñadero, como gota de lluvia fresca, como copo de nieve geométrico.

Y de repente, la nube quedó en su verticalidad; apareció la vida, lo conocido, la naturaleza, las playas, Cabo Codera, el pueblo, el mar con sus olas que le dijeron gracias por estar con nosotros.

Pero apareció lo menos pensado… La costa se encontraba a casi 2 km de distancia. Apuntó su paracaídas en el acto y su mente fijó el objetivo de llegar a las arenas de la Playa. Activó el protocolo de emergencia que consistía en soltar todos los amarres menos uno, para estar casi liberado al momento de caer al mar; hasta sus zapatos los destaconó para soltarlos al último momento.

Pero como siempre, Dios estaba con él; hizo su milagro y sopló viento en su espalda, y la utilizó como “la vela mayor de un galeón español” para hacerlo llegar felizmente a su destino. 

Y así Raúl logró su sueño, “Poder volar” que lo enseñó a navegar los cielos de Dios…






Escrito por: Juan Raul Alamo Lima, 18 de julio de 2019. Caracas - Venezuela.

Última revisión: 20 de julio de 2019
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