miércoles, 31 de julio de 2019




123 DÍAS CON MI AMIGA SOLEDAD

Más de seis décadas atrás, el niño Padilla Redondo nació en una isla solitaria, sedienta y abrupta en medio del Océano Atlántico, donde su abuelo Padilla sembraba La Viña y enseñaba a su madre a pisar con sus pies descalzos teñidos de rojo la uvas en El Lagar y su Abuelo Redondo criaba a su Padre Antonio con aires de Cineasta, proyectando a Jorge Negrete y Joan Crowford; donde las Hespérides en su Jardín, guardaban su árbol mágico de manzanas de oro que le daban su inmortalidad, donde el árbol Garoé ordeñaba las nubes para traerle el preciado líquido a los sedientos habitantes de la Isla de El Meridiano.

Padilla Redondo era del  mismo lugar donde los lagartos del paleolítico de una especie muy rara reptaban en los Roques de Salmor con solo mar a su alrededor; en el lar donde un retorcido por siglos de viento árbol en el Sabinar, cuidaba a la Virgen de los Reyes  en su soledad en la Dehesa de los pastores.

Sin saberlo, la Soledad a Padilla Redondo siempre le ha acompañado, la Soledad que heredó de su Isla querida, en todo momento se disfrazada de bajadas de la virgen, de tertulia, de gentío, de bullicio, de fiesta, de verbena y de misas dominicales.

Padilla Redondo guardó pocos recuerdos de su iniciada infancia entre Valverde y su mar.

Muy pequeño, Padilla Redondo dejó su Isla querida y  no fue convidado a atravesar el océano, pero así lo hizo. El Pico Teide a sus espaldas quedó, los espíritus de los aborígenes Guanches bimbaches le dijeron adiós, el Faro la Orchilla enemigo de los Ingleses de Greenwich y su Mar aceitoso de las Calmas lo despidieron, con la vaga esperanza de su regreso.

Siete días  duró la travesía por el mar de los Sargazos, donde 450 y pico años atrás, Colón casi tuvo un motín a bordo de la Santa Maria. Navegando y mareando, viendo horizontes multicolores y caleidoscopios alucinantes, llegó a la Isla Guadalupe y sus aguas cristalinas, donde las “pesetas” que lanzaba por la borda su pequeña mano desde el buque  “Anna C”, los niños negritos nunca vistos las buscaban  en el fondo del mar; de ahí hacia al sur-este el Mar Caribe, le tendió la “alfombra roja”  hasta la pequeña Venecia al norte de la América del Sur.

A lo lejos y desde el mar en su llegada, La silueta de mujer de La cordillera de la Costa lo asombró y en especial la Cima del Picacho de Galipán le dio la bienvenida a la tierra de Los Indios Caracas, Mariches y Caribes.

De niño jugaba solo. Carritos, carruchas, papagayos, trompo, gurrufío, todos nuevos juegos heredados de la Ciudad de los “techos rojos” y así hacia que se divirtiera y creciera su mente infantil, para tratar de  entender el camino por venir.

En su época adolescente evitó la soledad a toda costa; pero nunca pudo llenarse de amigos, compañeros y compinches; pocos fueron sus amigos del alma. Sin querer le llegó su primer amor, que le llenó su pecho y corazón, pero más temprano que tarde, volvió a su amiga Soledad.
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La soledad siempre fue buena amiga, aunque él la evitara; le permitía reflexionar y revisar su mente para conocerse mejor.

En su secundaria, valores de Jesuitas recibió; costumbres llenas de buenos destinos, de claridad en sus actos, de pensamientos de correctitud.

A Padilla Redondo durante su etapa universitaria, la tiza, los lápices, sacapuntas, borras, cuadernos, los libros, exámenes, laboratorios, salones, pupitres y aprendizajes,  fueron su mejor compañía; el conocimiento adquirido le abrió su mente. La perseverancia fue su palabra favorita para llegar a buen destino.

Estar ocupado fue el mejor amor de esta etapa de su vida para no estar en soledad y  siempre buscó su alma gemela que no llegaba y le daba tiempo para concentrarse en alcanzar su meta académica, que se propuso como proyecto de vida.

Sus estudios los combinaba con deporte; goles zurdos eufóricos en su futbol, Katas y kumites en el Karate, caídas libres y canopias en el paracaidismo fueron sus grandes hobbies; los cielos del oriente le mostraban el arte de volar y bailaba entren cúmulo nimbos  con la soledad de la incisiva amiga gravedad.

En una mañana de verano de veintiañero, el destino la trajo a él; con una bolsa de “chipichipes” en la mano, oyó un caminar “taconeado” y así le llegó el amor de su vida, la bella damita bautizada Paixao, le  borró su soledad en el acto con Venus y su belleza de testigo y le liquidó la ilusión perdida y le entregó la mayor “pasión” como su nombre engendró.

Paixao al inicio le dijo: “A veces se quiere decir tanto, pero las palabras parecen pocas, creo que para este empezar te he dicho sinceramente lo que en verdad siento, ahora el tiempo lo dirá si este empezar funcionará…el tiempo y nosotros”…

 “Amo en ti todo lo que eres: tu persona, tus palabras, tus bromas, tus caricias, tus besos, todos eso que me das lo amo. Has sembrado en mí lo más bello y maravilloso que se pueda sentir”...
Con el caminar en su vida, el gran  amor concluyó en nupcias, Paixao lo aceptó junto al Padre Hernandez “hasta que la muerte los separe…”. Les nacieron tres bellos hijos, que siempre tuvo a su lado y a los que nunca les enseñó, ni quiso  mostrar la cara amarga de la soledad. Hijos estos que engendraron a cinco nietos; herencia y regalo de Dios.

Padilla Redondo siempre recordaba que su padre, el hijo de su abuelo Redondo, el que le enseñó que “el buen Capitán se ve en la tormenta” y le entregó su primer ejemplo y lección de la soledad; cuatro años sin el calor de su hogar en la Isla del Meridiano, una esposa llena de ansiedad, cinco hijos a su espera, en la época de los años 60`s, cuando las cartas tardaban dos meses en cruzar un océano, hasta llegar a su destino. Padilla Redondo nunca quiso seguir los pasos de la separación, engendradora de grandes soledades.

Hizo todo lo posible para que ello nunca pasara.
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Pero, su destino de nacimiento, más temprano que tarde volvió.

A Padilla Redondo ya en su tercera edad, Paixao se le fue y Padilla Redondo con Soledad otra vez quedó. La razón: buscar la calidad de vida en la Madre Patria que la pequeña Venecia no podía darle a su familia. El “Nido vacio” fue del tamaño del Auyantepui;  y se sintió inmenso, lleno de duelo, negación y aceptación en un principio.

Al final Soledad, su vieja amiga, volvió a él. Le indujo a abrir nuevas ventanas de la vida, a apoyarse en su Dios, en su fortaleza, en sus canas y en su paciencia, para entender que Soledad es amiga de quien la acepta y que viene a darnos lecciones de Literatura, de tesón, de cocina, de creatividad, de entendimiento y de autoconocimiento.

Soledad te trae siempre nuevas experiencias, sorpresas, te abre nuevos horizontes, te hace conocer tu yo en profundidad.

Soledad, gracias por nunca dejarme solo, al traerme tu compañía…



Escrito por: Juan Raul Alamo Lima, 08 de julio de 2019. Caracas - Venezuela.
Última revision: 20 de Julio de 2019
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