martes, 3 de marzo de 2020


El RÍO Y LA DECISIÓN

¡El rumor del silencioso RÍO nos sorprendió a todos, en el meandro sinuoso RÍO arriba, de repente apareció sin avisar un ola que nos dejo sin aliento. —Cinco motos en medio del cauce estaban en emergencia con el peligro de ser arrastradas por el aumento caudaloso y repentino de la madre naturaleza, ¡nuestras vidas estuvieron a prueba!, las ¡decisiones! a tomar eran de relevancia y de ello dependía la vida o la muerte de un grupo de jóvenes aventureros.

A este deporte, algunos lo llaman “Enduro”, otros “campo traviesa”. Se trata de un “hobbie” que se practica en muchos países del planeta y que consiste en atravesar en moto con cauchos especiales (tacos), todo tipo de montañas con veredas estrechas (normalmente preparadas para personas o animales), llenas de tierra, piedras y con inclinaciones que dificultan y generan una adrenalina que emociona al motero de la “trocha”.

La pasión por practicar este tipo de deporte genera una alta exigencia física y mental, bellas aventuras, amistad y solidaridad entre sus participantes, lo que lo hace muy motivador y aventurero, generando así un contacto directo con la naturaleza que entrega experiencias sin igual. 

Desde muy joven, el deporte de las dos ruedas se adueñó de mis preferencias. —El ruido, la velocidad,  el humo, el compañerismo, el paisajismo, el riesgo y la adrenalina generaban altos retos que me llenaban el alma de pasión y entrega.

¡Era un sábado cualquiera!; luego de muchas anteriores experiencias, sin planificación previa, en un 14 de septiembre de 1974, a mis 16´s primaveras, cuando se nos ocurrió a cinco amigos, cada uno con su respectiva motocicleta Enduro, partir a las 2 de la tarde y luego de abastecer los tanques de gasolina, a disfrutar una experiencia en las montañas de un sector denominado La Unión, en el Municipio el Hatillo ,en las cercanías de Caracas-Venezuela.

¡Luego de dejar a la civilización atrás!, empezamos a bajar un sendero de mediana dificultad que nos llevó hasta la quebrada denominada “Tusmare”, cuyo cauce normal no sobrepasa los 40 centímetros de altura en sus aguas —y sus anchos llegan a tener en algunos lugares entre 10 y 15 metros, lo que lo torna una quebrada (riachuelo) de baja peligrosidad en dichas condiciones ambientales.
Las motos atravesaron sin mayor contratiempo el cauce de la quebrada,  para atacar de subida la ladera del frente de la cordillera y así empezar a subir nuevamente la montaña, —para de esta forma llegar al poblado rural denominado   “Sabaneta” y nuevamente (ya en vías asfaltadas), llegar a nuestras residencias en teoría, sin mayores complicaciones.

¡En medio de la subida empezaron las dificultades! Comenzó a “garuar” y el terreno empezó a hacerse cada vez más resbaloso, aunado a que el sendero estaba muy deteriorado por la temporada de lluvias venezolana y lo había agrietado haciendo canales en su centro,  que generaba que las ruedas de las motos cayeran en dichas grietas y en muchos momentos había que parar la actividad para extraer las naves y proseguir la travesía. —Sudores y más sudores, esfuerzos y más esfuerzos durante la escalada, generó que uno de los cinco moteros, quebrara su fortaleza física y mental y sin consenso previo, se devolvió hacia el rio en solitario. En solidaridad los otros cuatro, luego de una “mini junta” procedimos a no dejar solo en su dificultad al motero desertor.

¡la lluvia empezó a arreciar! Al regresar al río, apagamos las motos para descansar, cuatro de ellas en las orillas y la mía en un montículo  que se encontraba a un cuarto de la orilla izquierda por donde bajamos originalmente a la quebrada Tusmare. 

Era ya el final de la tarde y de repente y sin previo aviso, se empezó a oír en la lejanía un ruido (pensando que era más lluvia) no común que iba en ascenso hasta convertirse en el “rugido de un león mitológico”. —En menos de 10 segundos en el meandro superior apareció una ola que aumentó el cauce y volumen de la quebrada transmutando en el acto a RÍO, que nos llenó de sorpresa, adrenalina y decisiones a tomar.

Las  tres motos más cercanas a las orillas fueron retiradas sin mayores contratiempos.  Encima de la que yo estaba conduciendo, una Yamaha Enduro 250 CC 4 tiempos del año 1972, propiedad de mi hermano mayor, vi con mucha sorpresa como empezó a generarse un nuevo segundo cause del rio por mi lado derecho que me dejó en un montículo o islote totalmente rodeado de agua, atrapado y  sin saber cómo retirar la moto hacia una de las orillas.

El agua seguía creciendo y no me quedó más remedio que tomar una  ¡Decisión!; las tres más factibles en ese momento de apuro, para un joven inexperto de 16 años eran las siguientes:

1.- ¡Esperar! quedarme donde estaba hasta que el rió amainara su caudal: La cual nunca se me ocurrió, quizás por falta de madurez y tranquilidad mental en ese momento de alta dificultad.

2.- Tratar de sacar la moto hacia el lado derecho por el cauce nuevo recién creado: definitivamente eran aproximadamente 8 metros a recorrer, quizás sin mayor profundidad, lo que tal vez habría sido una buena decisión. ¡Solo Dios lo sabía!  

3.- Tratar de sacar la moto hacia el lado izquierdo por su cauce normal: Eran aproximadamente tres metros y mi mente me jugó una mala pasada diciéndome ¡por aquí es!

Encendí la moto, la apunte de forma perpendicular al río y a la orilla izquierda, aceleré a fondo y en el mismo momento que la rueda delantera tocó la corriente. —La embestida me empezó a llevar río abajo en un solo cuerpo flotante moto-piloto.

Parecerá mentira, pero nunca pasó por mi mente salvar mi vida, mi inmadurez me decía que no tenía que soltar la moto y tratar de salir en algún momento posible.

Si mis cálculos no fallan, creo que floté aproximadamente 100 metros río abajo con la moto agarrada a mis manos, ¡no quería perderla pues era de mi hermano!; solo en un meandro muy pronunciado y sinuoso, chocamos contra la orilla y en ese momento se me escapó de las manos y más nunca la volvía a ver. En ese momento la moto me pudo haber atrapado entre sus ruedas, lo cual no ocurrió. —
De ahí en adelante ¡El próximo reto era salir del Rio, lo cual no fue tarea fácil!

Creo que recorrí flotando en solitario aproximadamente otros 80 metros más, en buenas condiciones mental y física, hasta que llegué a una pequeña cascada que me arremolinó debajo de la superficie aproximadamente durante 20 segundos (gracias a Dios no tragué agua) y al salir a flote, la parte posterior de mi cabeza (otra vez gracias a Dios por tener casco de protección) impactó fuertemente con un tronco, que atravesaba el rio de lado a lado y al cual me pude abrazar y que me permitió salir a pesar de mi cansancio y falta de oxigeno.  —Ya con la vida salvada, empecé a caminar Río arriba por su ladera y encontré a los cuatro amigos, donde pudimos conversar sobre lo ocurrido y conocer que además de la moto que yo manejaba, otra más se la había llevado la corriente, pero todos estábamos a salvo que era lo más importante.

En ese momento ya de noche, el próximo reto era subir la montaña, sin luces, agua y con la ropa mojada, una distancia de aproximadamente tres kilómetros, lo que nos llevó por suerte a un Seminario cristiano llamado San Pablo (Padres Paulinos), ubicado en el sector La Unión, donde muy gentilmente nos dieron cobijo y nos permitieron llamar a nuestros padres los que se apersonaron a la brevedad posible.

Es entendible y recordable por mi hoy en día, el nerviosismo mutuo en el momento que llegó mi padre; no recuerdo sus palabras dirigidas a mí al verme, lo que llevó a contestarle de forma instantánea ¡dale gracias a Dios que estoy vivo!, y sin medir mas palabras en el acto me amonestó fuertemente, lo cual nunca podré olvidar sea con razón o sin razón.

A pesar de todas las consecuencias de mis actos de ese día, Lo que sí definitivamente aprendí es que: ¡el buen capitán se ve en la tormenta! Como me enseñara mi padre en muchas siguientes  oportunidades de mi vida.

Escrito por: Juan Raul Alamo Lima.
El Hatillo – Venezuela | Categoría: Relato
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03 de marzo de 2020

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