“MIS JUEGOS
DE NIÑO”
¡De niños nos la pasábamos jugando! No nos alcanzaba el tiempo para hacer todas las cosas que queríamos realizar. ¡Si no estábamos estudiando; pues normalmente generábamos diversión! Los días nos pasaban muy rápidos y los años transcurrían muy lentos…
Por supuesto que los juegos dependían del poder adquisitivo de cada grupo familiar, pero muchos de ellos eran válidos para cualquier familia, sin importar su estrato socio económico, pues provenían del corazón de la tradición de cada pueblo y estos eran heredados sin prejuicios, por todos los infantes.
La mente de un niño: ¡no para de jugar!, desde épocas inmemoriales se han distraído cada día, divirtiéndose con sus amiguitos, compartiendo diversos juegos creados con los materiales y creatividad de los jugueteros o la tradición de cada etapa o país en la historia del mundo. —Hoy en día los niños de la nueva generación, principalmente, se distraen con juegos electrónicos de video, sin conocer que fueron creados por la tecnología que se ha ido desarrollando con el paso del tiempo, luego de que aparecieran en 1972 las primeras cónsolas Árcade de Magnavox Odyssey y posteriormente en 1975 la cónsola “Pong” de Juegos Atari y con su famoso “Ping-Pong”.
Pues entonces hablemos de la historia de los juegos y los juguetes de la infancia y la adolescencia, de un “soñadorcito” nacido en el año 1957 en las Islas Canarias, actual Reino de España, que muy pequeño llegó a la tierra de gracia (también definida como la octava isla), en su época llamada la República de Venezuela.
Quizás mi primer juguete fue una “palangana de peltre”, donde mi madre me zambullía para darme mi bañito diario, a pesar de la escasez del vital líquido, en una isla sedienta en medio del Océano de “los Atlantes y las Hespérides”. Algunos vagos recuerdos me llegan a mi pensar, y fotos en blanco y negro amarillentas, me manifiestan que quizás uno de mis juegos iniciales, con tan solo un añito, fue disfrutar (y hasta babear) una Jirafa amarilla de “felpa” con sus lunares marrones; —y un poquito después, con dos añitos (en otra foto amarillenta), me veo con un muñeco “porfiao” de material acrílico, que en su interior guardaba pequeños jugueticos de plástico que lo convertía además en un “sonajero” esférico y transparente, sobresaliéndole la cabeza en su parte superior con un gorro, que sujetado por mi mano izquierda, me llenó mis pequeños oídos de océano atlántico y sonidos multicolores venezolanos, con mi trajecito de marinerito elegante, que me trajo mi padre, al regreso de su primer viaje a América.
Fotos antiguas también me muestran montado en un tradicional velocípedo de metal (de tres ruedas), con su volante, pedales y tracción de cadena sobre los dos neumáticos traseros, que casi nunca le falta a un niño menor de 3 años y que le permite de forma equilibrada, y sin casi riesgo, conocer “la rueda”, que nuestros antecesores en la humanidad, la crearan por los lados de Mesopotamia en el V milenio antes de Cristo.
¿Cómo no recordar? (aunque parezca mentira, y todavía con menos de cinco años de edad), a uno de mis hermanos mayores, el insistirme en que “chutara” el balón con mi pie izquierdo, para así tomar la debida destreza en ambos pies para jugar el deporte Rey, y así enseñarme a patear la pelota (de esas de antaño que tenían cordones similares a los de un zapato remendón), que sí la “cabeceabas” con la frente, te dejaba marcado un “tatuaje de sangre” hasta el día siguiente; y que para poder ser inflada, se debía desatar para extraerle una especie de cordón umbilical, que se encontraba en su interior.
Ya con casi cinco años, en el barco trasatlántico “Anna” de la línea “C” que me trajo en el año 1962 desde las Islas Canarias a Venezuela, por la misma ruta donde Cristóbal Colón, 470 años antes casi tuvo un motín a bordo; la tripulación me regaló un “Caleidoscopio”, que me llenó mis pequeños ojos marrones, de colores, formas y luz; y que me dejó grabada mi existencia, quizás como a Galileo Galilei, cuando observó por primera vez el cosmos en su telescopio artesanal. —También recuerdo que accidentalmente cayó al mar, y mis lágrimas se mezclaron, antes de llegar a mi destino final, probablemente en el Mar de los Sargazos, a acompañar con luz a muchos de los difuntos navegantes de naufragios de galeones españoles, llenos de plata extraída del Cerro Potosí en Bolivia, durante la conquista del exprimido nuevo continente.
Ya instalado en Caracas-Venezuela, tuve la bella sorpresa a los 5 años de contar con un carrito o coche de pedales metálico (de esos vintage que ya no existen), de color negro brillante en su carrocería, como “Tornado” el del Zorro, muy elegante y funcional, que en una oportunidad me permitió escapármele a mi madre querida, en la calle Real de Sabana Grande (lo que hoy en día es el Boulevard), y tomé las riendas de mi vehículo de acero para recorrer “la acera autopista”, desde la calle los Apamates (rumbo al este de la capital por el lindero norte); —y no fue sino cuando llegué a las cercanías de Chacaíto, siempre ayudado por personas amables que transitaban peatonalmente por la acera (calculo unos 300 metros), que mi progenitora me encontró con mi carita feliz, luego de mi primera travesía en solitario de mi historia; por supuesto ¡creándole el susto de los sustos!.
Otra alegría fue total, cuando me regalaron mi primera bicicleta a los 8 años; tiempos cuando no se usaba el casco protector, ni hombreras, ni rodilleras de seguridad. ¿Qué niño no disfrutaría con el logro del equilibrio (luego de quitarles las rueditas laterales) y el sentir la brisa refrescante y la adrenalina en su corazón feliz?. —Luego de años y así lograr destreza, haciendo los correspondientes “caballitos” y creer que mi dominio era total, me acuerdo que una vez me lancé por una empinada calle, que al final tenía un terreno recién trabajado por un tractor, que dejó una rampa de tierra, el haber volado al menos 7 metros y terminar en los matorrales sano y salvo, luego de tan adrenalítica experiencia.
Como no recordar entre los 11 y los 15 años, en las “patinatas” nocturnas de la navidad, a mis pies con mis primeros patines de metal marca “Winchester”, que cuando los rozabas contra el cemento echaban “chispas brillantes”, y sus correas que te ajustaban tus zapatos a ellos, luego de haber apretado la punta a unos agarradores que con una llave “mariposa”, lograra que te dolieran los dedos apretujados, a cambio de que no se te salieran de tus calzados de cuero y “suela” remendados. Me acuerdo perfectamente ser atrevidamente “jalado” por una moto de alta cilindrada en una subida y en el camino perder una rueda y tener que seguir con un solo pie hasta tanto se llegó al destino final.
En el colegio durante el recreo, siempre había algo que hacer, desde jugar la “caimanera” de rigor, sea en fútbol, beisbol (con chapitas de refresco), básquet o voleibol; hasta jugar “barajitas”, con los “cromos” que se compraban en los kioscos y que siempre engalanaban eventos deportivos como el beisbol nacional o los mundiales de fútbol. —Se trataba de retar al contendor de un puño de barajitas, a ir colocando una a una sobre otra, hasta que se repitiera la misma carta, en cuyo momento el ganador se llevaba la “pila” que contenían las suyas, así como las de su competidor de turno.
En las vacaciones del descanso escolar siempre había algo que inventar; como los papagayos o cometas, llamados en otros lugares volantines o papalotes. El poder haber fabricado con tus propias manos tu “ave de papel” y lograr transportarte hasta las nubes, generaban éxtasis en la mente de cualquier niño de mi época. La estructura se hacía de un material natural, muy liviano, firme, recto y sólido llamado “verada”, que se extrae de las riberas de los ríos o lugares donde había mucha humedad y que rápidamente se identificaba entre la maleza, pues en su cúspide se desarrollaba una espiga muy bella parecida al trigo que mágicamente produce nuestro pan. —El “pabilo” (hilo resistente), se amarraba a la verada normalmente en forma hexagonal, dando así una estructura para la aerodinámica, que era recubierta con “papel de seda” de colores y pegada con “menjurje” de harina leudante con agua, que le otorgaba su belleza y resistencia al viento, para así poder subir a los cielos de Dios, acompañado de su cola (de telas viejas de sábanas), para darle estabilidad con la cuerda del mismo pabilo, que nos permitía controlar la distancia de navegación. Nunca podré olvidar una vez construí un papagayo color turquesa de forma hexagonal, que voló en forma totalmente vertical gracias a vientos térmicos y acompañó en su vuelo a aves “ébanos” zamuros, que circundaban el cielo azul como un vals en la inmensidad del infinito.
También el tiempo de vacaciones, se aprovechaba para disfrutar de las “carruchas”, que en primer lugar; se construían de forma artesanal, con madera, rolineras viejas de automóviles, clavos, tornillo central y la cuerda de cáñamo, que te permitía la dirección en el eje delantero y como premio, además te sacaban “callos en tus manos”; y en segundo lugar; experimentar la “Fuerza de la Gravedad”, al lanzarte con el prototipo de vehículo experimental, desde largas pendientes, sin conocer la telemetría adecuada y la velocidad final que alcanzaría el bólido, y que te convertía en el acto en un “piloto de prototipos” y además que en tu mente era mejor que el “Mach 5” de Meteoro en “Speed Racer”. Recuerdo que en una oportunidad fabricamos una carrucha de gran tamaño, lanzarnos por una empinada bajada, y al llegar al destino y por el peso de tres niños encima, no puedo girar en la curva final, teniendo así un impacto que terminó bajo las ruedas de un camión estacionado gracias a Dios y a nuestro ángel de la guarda, sin ninguna herida mayor.
Por supuesto, a cualquier niño en Venezuela, no le pudo haber faltado en su infancia los juegos tradicionales, para así competir con sus amigos. —Las “metras”, que consiste en hacer un pequeño triángulo en la tierra, dentro del cual cada jugador colocaba una canica, y desde una distancia determinada, quien lograra chocarlas y hacerlas salir del triangulo , se la ganaba. —El “trompo” y su cordel que lo ponía a dar vueltas y generar zumbidos de vientos huracanados. —Y hacer sonar a la “perinola” y desgastar la “uña del dedo gordo” para con mucha destreza, lograr que el hoyo de la pieza superior (con la forma de un cilindro ahuecado), sea insertado en el palito, que es agarrado por la mano y unidos por una cuerda, cabuya o guaral.
Luego, ya con una edad en la que te empiezas a despedir de los juegos infantiles y antes en momentos de pubertad, llegó desde USA a Venezuela la moda de la “patineta” ( también llamada monopatín o “Skateboard”), construida en material de fibra de vidrio, con bellos colores y dibujos, 4 ruedas de goma con rolineras, montadas sobre ejes metálicos que se atornillaban a la fibra de vidrio, y cada par de ruedas sujetadas por un vástago flexible ligeramente inclinado a la tabla, lo que permitía hacer giros de la tabla de un lado a otro, y necesariamente tenías que aprender a manejar la estabilidad necesaria para enfrentar las grandes y empinadas rutas a navegar o piruetas a mostrar. Como olvidar a la empinada bajada en asfalto de la Urbanización “Cerro Verde” en Caracas y sus casi 3 kilómetros de trayectoria, haciendo “slalom” cual esquiador sobre nieve en Olimpiadas de invierno.
Al final “mis juegos de niño”, siempre permanecieron en mi mente y me llenaron de recuerdos bonitos; y me generaron una gran lección que es: cada día ¡volver atrás y ser nuevamente niño!; y que ¡nunca debemos dejar de soñar y creer en la magia!; jugar con nosotros mismos, con nuestros hijos, nietos y todas aquellas personas que tengan “corazón bonito”, que no se apenen de crear locas sensaciones y permitir que sus almas siempre estén llenas de bondad, valores y sobretodo sea divertida…
Escrito por: Juan Raul Alamo Lima. Caracas - Venezuela | Categoría: VIVENCIA
Blog:
juanraulalamo.blogspot.com
Instagram:
@juanraulalamo /
@juanraulalamo_literario
Twitter:
@juanraulalamo
Facebook: Juan Raul Alamo
07 de diciembre de 2020
No hay comentarios:
Publicar un comentario